Quico Rivas, un crítico que jamás vendió su alma al diablo

Nació en Cuenca hace 55 años. Murió en Ronda hace unos días cerca de su querida Grazalema, a consecuencia de un cáncer. Se crió en Sevilla, donde nos conocimos con pantalón corto, y después se trasladó a Madrid. Pensador, poeta, activista político, crítico de arte, explorador de la frontera que hay entre el arte y la vida, instigador de situaciones, creador de ámbitos, la importancia de su labor en el universo de las vanguardias artísticas de este país durante los últimos 30 años será celebrada por firmas más solventes y con mejores palabras que las que yo puedo enhebrar ahora.

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Muchos de los escenarios donde se gestó lo que vino en llamarse movida madrileña le tenían como protagonista. Brillante y refinado, era un conde sin modales de conde. Conde de la Salceda, para más señas, título que cuando le correspondió lo llevó a gala tanto como su condición de insurgente insobornable. Porque lo suyo era la insurgencia permanente. Provocador, inquieto, versátil, lector incansable, buen vividor, escribió las más bellas líneas sobre arte y literatura, desperdigadas en cientos de catálogos editados por ahí.

Fiel a un estilo de francotirador, jamás vendió su alma al diablo, aunque a veces se la alquilara, a tiempo parcial, a demonios menores si la ocasión lo requería. Fue editor, comisario de exposiciones, impulsó a creadores de cualquier signo y vocación, les prestó sus mejores argumentos y enredó mucho, porque su cabeza no paraba de funcionar. Tenía espíritu de corsario, con las velas desplegadas para aprovechar la más ligera brisa. Siempre fue precoz. Su reino estaba en parte en sus carpetas, atestadas de apuntes, proyectos, insinuaciones, en las que cobraban forma sus aventuras artísticas, sus iniciativas, su apoyo a la causa de la acracia, sus textos y su talento para seducir a la gente e involucrarla en mil propósitos. Era capaz de convencer a una serpiente para que le comprara el periódico por las mañanas.

A la par, se consideraba un pintor dominguero. El jueves de la pasada semana reunió a familiares y amigos con una muestra de sus dibujos y collages, en Sevilla. Se despedía de su vida profesional, la de crítico de arte, y celebraba su cincuenta y cinco aniversario como entrada en la gozosa jubilación. Decía que con esa decisión se había quitado un peso de encima. «Ahora puedo dedicarme a mi obra», me susurró con su sorna habitual. «Larga vida al camarada Rivas», le deseamos en su último brindis.

Él ya sabía que no iba a ser así, pero no le dio tiempo siquiera a cobrar su primera pensión. Se fue demasiado pronto, en plena actividad, urdiendo planes, después de pasar un día feliz en su florido valle de Grazalema.

Diego Carrasco es escritor.

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