Obra gráfica

Selección de piezas sonoras del festival IN-SONORA 2005-24.

Los grafismos sonoros no representan el sonido, son simplemente escucha abierta en canal siempre a punto de ocurrir. En efecto, erosionadas las globalizadas escuchas de orquesta y auditorio, solo un sonar gráfico nos puede conducir al preciso submundo del hormigueante, metamórfico, escultural y/o volátil son que no tiene origen, y tras el que no hay literalmente nada (salvo la vida).

El solfeo es aire acondicionado. El gráfico es irregular soplo ECOndicionado. Hasta el moño de las escrituras de estribillo, simultaneidad y reproducción-más-que-asistida: en las músicas visivas la lealtad al gesto –nervioso, víbrico, autónomo y hasta autonómico– deviene un biosonar muy concreto de circunstancias.

El son no necesita de nada. Cage nos lo enseñó hace ya tiempo. Pero hay ciertos trajes prestados como estos que por su contundente intrascendencia le sientan bien.
No agobian, no imponen ni impugnan, no conocen horizonte, ni límites ni puertas: brillan, espejean y sugieren hasta el estruendo de tantos y tan disímiles brotes de misterioso silencio y verdor como confieren.

Una partitura es algo que hemos de traducir, un gráfico por el contrario puede ir –quizás aquí– directo al grano: no hay desplazamiento, solo transfusión en vena tras el picotazo del indecible contacto en que caemos al ver que el grafito ya suena lo suyo.
No hay parcialidad aquí sino versión, más o menos mimética, pura metonimia más que metáfora.

Una música visiva para que sea nuestra ha de tener (in)cierta inmediatez empática a la que sumar un algo de fruitivo entrene en el (que) darse. La imaginación es aquí el instrumento, y es ella la primera que nos toca, pero el lector ha de ir más allá de sus hábitos, memorias y obviedades para que surja rica, fresca y desconocida la vis del grafismo sónico: sin generosa entrega, y sin ir más allá del instrumento
no hay epifanía.

Toda música visiva que se precie es un recreo en indiscutible tiempo real. No hay aquí, como ocurre en la partitura, tiempo diferido o representacional. Y ello nos deja seguir nuestro vivir experiencial, compartido o íntimo de sujetos de conocimiento y pasión. Creemos, a lo Deleuze, en el mundo como realidad real que sonante se nos presenta ahí.


Gráficos hay que saben a susurrantes croquetas que hablan resbalosas cual libro abierto de recovecos, poros y vida sónica incógnita. Los hay que son hojas de ruta rumiada al borde de espesuras nunca abordadas.

Mi mejor instrumento de músico visivo es el bolígrafo 0.4, él abre –solo y certero– fuegos inusitados y hasta hiere a centenares de acartonadas escuchas de romas prácticas insistentes mientras explora aberrantes formas de oír lo imperceptible, lo sin codificar y hasta lo sobredeterminado en este mundo poblado de post. De posmúsica, por ejemplo.

El activismo retiniano de ciertas música visivas contamina sentidos, zonas, enlaces y terrenos sin más consecuencias que supurar una especie de placer que nos suena muy adentro, a la vez que extrañamente lejana. Música benéfica ésta.

Estas músicas visivas son trazo cutáneo y encendido. Algo de táctil, de rugosa piel en exhibición contagia el son que surge y se balancea de calidez en calidez, de nerviosidad en nerviosidad, de lisura en lisura. Claro o ronco el dibujo son nos canta.
Llorenç Barber, La Canyada, Valencia, Mayo 2009

Oír es deseo sin contención ni fórmula. Cierta intimidad, poblada eso sí de telarañas, envuelve estos grafitos de muy remotas resonancias. Algunos incluso nos llevan –a lo Borges– a tiempos que no podemos comprender. Trazos hay que suenan a geología craquelante, a hielo deshecho, a pisada de hoja seca, o a esporádica bomba de meticulosa relojería que también ella falla, según. Una música siempre diferente, pues. Así es nuestra mente oidora tan cargada de ecos del pasado como seca de fidelidades y resonancias.

Los gráficos son cual aguas internas e internacionales que, a su oscilatorio y espacial modo, encienden zonas apagadas o en modorra que otras músicas no logran activar.
Claro que esa injerencia puede ser simple tempestad en vaso de agua: ¿quién mide los decibelios interiores y tortuosos del oidor?, ¿quién puede escrutar el complejo juego de ausencias y presencias de tan laberíntica red interior?

Hay escuchas crédulas y escuchas pensantes y dubitativas. Las músicas visivas exigen un anfibio pensar conectivo, asociativo, gozador de lo furtivo, insinuado, floreal, visionario. Cada graffiti es una intriga a descifrar: seducción, trama, caleidoscopio, lazos, trasfondos, roces, germinales narraciones que apuntan. Música anfibia, de inmediatas lejanías.

Todos somos intrusos, y eso nos reinventa. Hay para quien la complejidad plástica de un grafismo guía la impotencia de una escucha. El gesto de pavor, estremecimiento, inquietud o bonanza de una mano que discurre, resbala y hasta firma su nervio por sobre el papel puede desencadenar escuchas que ninguna partitura conocida logra ofrecernos.

Toda música visiva es un monólogo hijo del trazo y la retina. Un ver de oídas. Un mestizaje de hambres cruzadas: de sonidos que vemos, que son gesto, de “bolis” que son nervio, de escuchas que son (a lo Nietzsche) músculo.

La música está detrás de la música. Música in extremis, esta pragmática actividad es puro emboscarse: el tiempo, el timbre, el tono, el arranque y el como si acabáramos lo pone cada cual. A su manera.

Toda música visiva es encrucijada de sentidos y hasta de almas: volúmenes, aires, sujeciones, vuelos, inmersiones, tropiezos, durezas y hasta alados ires-y-venires se amontonan y suceden. Ciertos sonares lucen esquirlas que se esparcen, igual que están dotados de paredes, suelos, gravedad y hasta mareantes abismos.

 

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